sábado, 13 de noviembre de 2010

El discreto encanto de la ambiguedad política

En Pagina 12 del día 5 de noviembre los historiadores Irene Cosoy, Gabriel Di Meglio, Federico Lorenz, Julio Vezub y Fabio Wasserman publicaron una nota crítica sobre la posición que Luis A. Romero viene adoptando frente a este gobierno en general y, en particular, sobre algunas de sus opiniones vertidas el mismo día de la muerte del ex presidente Néstor Kirchner.

En el artículo colectivo en cuestión hay tres críticas subyacentes sobre las formas que adquiere la intervención pública de Romero y sobre las que quisiera detenerme especialmente ya que asumen visiones sumamente retrogradas sobre el quehacer del historiador.

Los historiadores firmantes achacan a Romero el momento de la intervención (“El día mismo de la muerte del ex presidente”) sin mantener una prudente distancia sobre los hechos a los que interpela. Llama la atención esta clase de crítica viniendo de jóvenes profesionales de la Historia ya que durante años se acusaba a los representantes más tradicionales de los historiadores por priorizar el estudio de tiempos y espacios remotos, desdeñando el campo y los problemas de la historia reciente y –también- a quienes a ellos se dedicaban.

También cuestionan la forma en que Romero expresa sus ideas, supuestamente lejos de la formalización conceptual que debería mostrar un historiador en su práctica científica (“Romero no está escribiendo historia, sino proyectando sus propias creencias”). ¿y cual es el problema? Romero está escribiendo un articulo periodistico no un paper académico y respeta el formato en el que escribe.

Esta demanda se opone a las críticas que se realizaron por años a algunos de los principales historiadores del país por el desinterés que mostraban a la hora de intervenir en las cuestiones públicas (bien aprovechado por pseudo historiadores y publicistas como Pacho O´Donnell o Felipe Pigna). Así, se les remarcaba una mayor propensión a mantener polémicas muy especializadas –a veces incomprensibles- en revistas académicas o espacios universitarios con escaso impacto y entrada restringida, que a involucrarse en los debates sociales en los que estaban necesariamente inmersos.

Por último -y en forma contradictoria con lo anterior- señalan la necesidad de tomar partido en el debate político actual, pero clarificando sin tapujos desde qué lugar se sostienen los diferentes enunciados (“Es importante entonces que establezcamos claramente desde dónde nos referimos al pasado”). Sin embargo aquí los autores exigen definiciones que ellos mismos no ofrecen en sus discursos.

Está muy claro donde se ubica Romero: en la oposición total y frontal al proyecto kirchnerista. En cambio, no es tan evidente donde se ubican quienes lo critican, cómodos dentro de las seguras fronteras de la corrección política y la ambigüedad que ofrece la chapa de “historiadores”. En este caso más cerca del eufemismo que de la definición profesional. Esto se refuerza al esgrimir representaciones que no poseen (“Los historiadores sabemos que…”) en nombre de una comunidad que se ha caracterizado más por la pluralidad de voces y la manifestación de sus diferencias que por la semejanza y homogeneidad.

En síntesis, revisadas algunas de las argumentaciones pareciera que centrar la crítica en determinadas formas (la cercanía temporal con los hechos analizados, su formato no especializado y su falta de objetividad) emparenta a los firmantes con las tradiciones más conservadoras y arcaicas de la disciplina histórica.

Esta clase de crítica, a su vez, ignora que la intervención intelectual es más valiosa cuando –a cara descubierta y no en patota- plantea opiniones divergentes a los sentidos predominantes y a los lugares comunes propiciados desde estructuras estatales.

Por el contrario, los firmantes -en vez de mostrar abiertamente las posiciones políticas que adoptan- practican una especie de kirchnerismo vergonzante o de baja intensidad. No sea que deban jugarse publica y abiertamente por su discurso. La habilidad para ser "duros críticos" de la academia, sus métodos de selección y reparto de incentivos al mismo tiempo que beneficiarse de ellos sin pruritos, ha sido una constante y esto también se aplicó a la estructura del Estado.

En general, esta es una actitud muy extendida en gran parte de los grupos que han optado por una adhesión –más o menos acrítica- al discurso emanado desde el poder político. Y han sido exitosos ya que su ambiguedad no los ha privado de obtener los beneficios de la cercanía con el poder.

Por el contrario, se ha traducido en su incorporación a espacios del Estado ligados con la producción de las legitimidades necesarias para el ejercicio del poder. Así, muchos de ellos ocupan importantes cargos públicos, recibieron subsidios, coordinan espacios de gestión de segundas líneas en ministerios, producen distintos contenidos para la TV pública, Canal Encuentro etc.

El discurso del grupo de historiadores pretendidamente crítico, pero realmente conservador, muestra la dificultad existente para posicionarse frente al lugar y el discurso enunciado desde el Estado. Más allá de coincidencias coyunturales, los intelectuales deberían mantener una actitud crítica frente al poder, aun cuando éste retome algunas ideas que le son caras a sus propias tradiciones, sobre todo, cuando éste retoma algunas ideas que le son caras a sus propias tradiciones.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Un Cristo invertido

Sin dudas Néstor Kirchner representó fielmente a una porción importante de la población aunque –a pesar de las ficciones de unanimidad tan caras a los partidos movimientistas argentinos- los seguidores del ex presidente lejos estuvieron de constituirse en una mayoría estable.

Frente a ejemplos de líderes imbatibles en las urnas como Yrigoyen o Perón, el único indicador duro con respecto a Kirchner es que jamás pudo ganar una elección fuera de su patria chica, Santa Cruz (denominación más que apropiada para enmarcar los argumentos que expondré a continuación).

¿Cómo explicar entonces la influencia que el ex presidente alcanzó en amplios sectores que no necesariamente lo acompañaron en sus aventuras electorales?

Néstor Kirchner sostuvo su liderazgo en una suma de iniciativas políticas y económicas (la renovación de la Corte, la política de DD.HH., la renegociación de la deuda etc.) combinadas con un sentido patrimonialista del Estado que encontró en el PJ el mejor instrumento para la reconstitución del poder en un país que salía como podía de la crisis del 2001.

Pero no fue sólo la política. Como en una suerte de relato bíblico, Néstor Kirchner construyó el cemento de su ascendiente social ofreciendo a sus seguidores una absolución automática por los errores pasados. Repitió –una y otra vez- que los argentinos no habíamos sido responsables de la violencia de los setenta, ni del neoliberalismo de los noventa, ni del desbarajuste del 2001. Nada de eso fue producto de nuestras malas decisiones y miserias como sociedad, sino el fruto de una conspiración de actores externos (el FMI primero) y sus malvados representantes en nuestro país.

Esa forma de indulgencia -eludiendo aprendizajes y autocríticas- resultó ser, nuevamente, el camino elegido para poder seguir adelante, libres de viejos pecados y prestos para volver a cometer los mismos errores que nos condenan a esta suerte de eterna repetición que es la vida política del país.

A diferencia del Cristo original, Néstor Kirchner no cargó con nuestros pecados para pagar por ellos. Por el contrario, esa operación de redención colectiva fue una estrategia necesaria para ser –al mismo tiempo- él mismo el verdadero objeto de perdón. Como todos los caudillos provinciales –y él fue uno de sus más altos exponentes- poseía un pasado contradictorio, incluso impropio, para el nuevo discurso que deseaba imponerle al Estado bajo su mando.

Por ello Kirchner hizo de la interpelación del pasado el motor simbólico de su poder. La salida de la crisis no estaba en elaborar políticas en pos de un futuro que –como todo futuro- debía ser necesariamente incierto. Las sociedades golpeadas y empobrecidas odian la incertidumbre. Por eso la receta kirchnerista fue simple y exitosa: convocar al pasado y hacerlo presente para –ilusamente- intentar cambiar el rumbo de los acontecimientos que nos llevaron a los sucesivos fracasos. Buscar en la repetición, en la certeza de lo conocido, una imposible segunda oportunidad.

Así el discurso kirchnerista propuso rescribir el pasado para que cada uno pudiera elegir que lugar querría ocupar en él. Y esto logró la entusiasta adhesión de importantes actores sociales: De este modo actrices de opereta devinieron en luchadoras sociales; oscuros testaferros en prósperos financistas; jugadores y dirigentes deportivos -socios (y cómplices) de todos los gobiernos- se convirtieron en personajes transgresores; guionistas teatrales y de TV en historiadores profesionales y panelistas de programas de chismes y relatores de fútbol en finos intelectuales.

Madres de la plaza se transformaron en exitosas empresarias inmobiliarias y exitosos empresarios inmobiliarios durante la dictadura se convirtieron en héroes de la resistencia contra los militares. Por supuesto, burócratas sindicales, intendentes eternos y políticos de lista sábana (menemista, duhaldista o la que sea) pudieron gritar sin vergüenzas su adhesión total a la renovación de la política. Como en aquellos libros infantiles (“Elige tu propia aventura”) por medio de este pacto que los unió con el líder, todos ellos pudieron elegir nuevamente que papel jugar en la historia (por ende, en el presente) del país.

La negación de la realidad parece ser una marca registrada de la historia argentina. Esto se observa en forma colectiva e individual también. Ignorar el castigo propinado al propio cuerpo lejos está del martirio milenarista o la crucifixión heroica para convertirse en el punto más extremo de la enajenación.