sábado, 19 de junio de 2010

Crónicas desde Japón (III). Hiroshima mon amour

"Los japoneses comenzaron la guerra desde el aire en Pearl Harbor.
Ahora les hemos devuelto el golpe multiplicado". Harry Truman. Presidente de EE.UU.

De pocas cosas estaba seguro antes de iniciar el viaje a Japón. Ir a Hiroshima era una de ellas. Múltiples razones –la mayoría obvias- sostenían esta decisión. Sin embargo hay una que no es tan obvia para quienes no me conocen y estaba basada en mi propio interés profesional como historiador. Parte de las cosas que trabajo en esta disciplina tienen que ver con el pasado reciente y su lugar en la vida social. Eso mismo me llevó años atrás a visitar la también mítica Guernica, en España (o en el País Vasco según a quien le preguntes).

En Hiroshima, como en Guernica anteriormente, me interesaba observar en vivo y en directo como una ciudad devastada se había reconstruido y que lugar había habido en ello para la memoria y el pasado. Buscaba averiguar de que modo los japoneses de Hiroshima habían “procesado” su terrible historia y cómo se relacionaba con el presente y sus vidas cotidianas. Y, por supuesto, que lugar ocupaba eso en el espacio público y en el debate político.

Debo aclarar que aprehender toda esa información requeriría una estancia de al menos un mes en la ciudad, lo cual contrastaba con las escasas horas que yo tenía. Por lo tanto, lo que puedo ofrecerles son impresiones no sustentadas en pruebas sistemáticas y sostenidas en mis intuiciones y observaciones superficiales.

Es difícil saber que se espera ver al llegar a estos espacios íconos de la destrucción y la tragedia. Qué cuestiones imaginarias están presentes en el visitante antes de arribar a lo que alguna vez fue el escenario de la tragedia. Supongo que en -cierta parte de mi imaginación- esperaba ver el pasado hecho presente. Espacios destruidos, victimas o sus familiares, personas con rastros físicos de la radiación, al menos alguna presencia vívida del paso del Enola Gay (nombre de la madre del militar que piloteaba el avión) por la ciudad.

El resultado fue todo lo opuesto. Lo mismo ocurrió exactamente cuando llegué a Guernica: Cierta desilusión aparece cuando la ciudad que se levanta ante la vista no es un museo viviente y no sostiene su cotianidada en el pasado. Hiroshima es una urbe moderna, con una vida normal, plena de personas que viven en sus asuntos, automóviles por todos lados, comercios, edificios etc.

Sin embargo, y a diferencia de lo que recuerdo de la ciudad vasca asolada por los aviones del tercer reich, en Hiroshima hay un espacio grande y definido relacionado con el hecho. Se encuentra dedicado a preservar la memoria sobre lo ocurrido y a trabajarlo hacia adelante, sobre todo, en función de la prevención del uso de armas nucleares. Es una tradición que luego que toma estado público que un país detonó un artefacto nuclear, el alcalde de Hiroshima envía un mensaje repudiándolo.

El Centro por la paz de Hiroshima es un complejo que contiene diversos monumentos y un edificio que alberga al centro y al museo. Sobrio. Esa es la palabra exacta para describirlo. Quizás también un poco frío y gris. Hay un monumento a los niños, un edificio que muestra el estado en que quedó luego de la explosión, un cenotafio para las víctimas, carteles explicativos y mucho verde. Allí mismo se realizan anualmente los actos conmemorativos.

Todo el complejo se encuentra en el epicentro donde estalló la bomba. Tres datos que no conocía son: El primero, que la bomba explotó 600 metros del suelo. De ese modo se buscó ampliar el radio destructivo del artefacto. Segundo, que la ciudad de Hiroshima, como la de Nagasaki y las otras que fueron “preseleccionadas” como posibles blancos, no fueron bombardeadas durante la guerra. Se buscaba así una perversa preservación para luego mensurar fehacientemente cual era el poder destructivo de la bomba atómica. En tercer lugar, entre los muertos, además de estudiantes de intercambio de toda Asia y prisioneros norteamericanos, también hubo miles de trabajadores forzados coreanos destinados a la producción militar (casi el 10% de los muertos). Los japoneses no ocultan sus propios pecados para victimizarse.

El museo es muy básico y didáctico. Poca metáfora y sofisticación tecnológica. Sin embargo eso no le quita eficiencia en su cometido. Reconstruye la vida y la ciudad antes y después de la bomba. Muestra los efectos sobre el terreno, las personas y la cultura.

Explica el funcionamiento mecanico y físico de la bomba, presenta testimonios de ssobreviviventes y –en forma permanente- alerta y condena el uso de armas nucleares por parte de los países poseedores de dicha tecnología. Las pocas fotos de los momentos subsiguientes a la explosión son impactantes.

El ejercicio de ponerse mentalmente en ese lugar y en aquel momento de violencia, pero también de perplejidad, de no entender la magnitud del suceso, es bastante turbante. Esto se acrecienta cuando la imaginación pasa a ser real imaginando la bomba en manos de militares pakistaníes e iraníes. Aparecen así algunos escalofríos que mandan al demonio las correcciones políticas y el multiculturalismo y la necesidad de alternativas geopolíticas. También es cierto que -por ahora- la estadística dice que sólo los norteamericanos la usaron contra poblaciones civiles.

Las conclusiones que saco de la visita a Hiroshima (y que me permiten también cerrar el círculo que inicié con la de Guernica) es que se han convertido en conceptos que permiten trasmitir una historia y un legado que no podría sintetizarse con ninguna otra sola palabra que no sea el nombre propio del lugar donde aquello ocurrió.

Hiroshima es el concepto, no es la ciudad de Hiroshima. El concepto “Hiroshima” ni siquiera pertenece a los habitantes actuales de la ciudad. Para comprender lo que significa no hace falta visitar la ciudad. Es más, ir a Hiroshima no aumenta ni profundiza el conocimiento sobre los hechos que la tuvieron de trágica protagonista. El viaje a la tierra hoy conocida como Hiroshima tampoco ayuda a saber más sobre el poder, la guerra y menos sobre las zonas oscuras del alma humana.

Para escenificar el concepto habría que detener el tiempo, dejar todo como estaba entonces u ofrecer espectáculos sound and vision que degradarían el tratamiento del pasado trágico convirtiéndolo en un divertimento para turistas. Por ello cuando comencé el viaje, imaginariamente iba buscando encontrar la imagen realista de ese concepto, aunque hubieran pasado más de 60 años del suceso. Pero esa es la forma en que nosotros -los argentinos- entendemos el pasado. Viviéndolo intensamente, como si fuera hoy y mañana también. Recién ahí lo entendí.

Por suerte para ellos, los japoneses son distintos. Seguir atados a la explosión nuclear sólo podía llevar a la frustración (o a la locura). Por ello nada de lo ominoso que se esconde tras las palabras Hiroshima (y Guernica) está visibilizado todo el tiempo en el espacio público, en el discurso y en la práctica social y política de esas ciudades. Y eso no significa que lo hayan escondido bajo la alfombra.

En Hiroshima y en Guernica sólo hay gente que vive su vida normalmente. Simplemente, porque la vida continua y el pasado queda atras, el presente es hoy y después será el futuro. Ciudades hoy –como ayer y seguramente mañana- pujantes y vitales que en su pasado guardan el recuerdo de violencias, destrucción, odio e irracionalidad. No son los únicos, pero sin tanta cultura psi, parecen haberlo resuelto mejor.
Comenzada a escribir en el tren de Hiroshima a Kyoto, 13/06/2010, finalizada en el tren de Tokio a Kyoto 16/06/2010).

miércoles, 16 de junio de 2010

Crónicas desde Japón (II). La vida desde el Gran Hotel Okura

Siempre pensé que viviría muy cómodo en un hotel de lujo. Como Alan Shore en Boston Legal. Él afirma que viviendo en un hotel puede irse cuando quiera. En mi caso, es por razones diferentes a las del cínico personaje que interpreta James Spader. Me encanta la idea de un lugar lindo, siempre limpio, perfumado y ordenado, con cambio de sábanas y toallas diario, donde te atienden permanentemente y todo está planificado para servirte como si fueras el centro del universo. De ese pequeño y lujoso universo.

Es una pretensión burguesa, no lo niego, ni me avergüenzo de ella. Si tuviera el suficiente dinero, sin dudarlo, hubiera vivido mucho tiempo en algún lujoso hotel de varias estrellas y muchos pisos. Recuerdo un NH en Madrid hace varios años, ya tenía consola de Play Station en el cuarto. Una vez que Aerolíneas me dejó 5 días varado en España, me enviaron a un aeropuerto cercano a Barajas que era un verdadero palacio. Cada habitación poseía una suerte de despacho en estilo clásico donde mi trabajo parecía más eficiente y lucido. La residencia Obispo Fonseca en Salamanca fue es un capítulo aparte en mi vicio por los hoteles de categoría. Un edificio medieval monumental, reciclado y con puesta de lujo, aunque sin perder cierta minimalidad propia del estilo.

Entonces, por todo lo dicho, los tres días que la organización del congreso me costeó en el Kyoto Okura Hotel, representó una pequeña parte de ese gran sueño concretada una vez más. El Okura está en la parte céntrica de la ciudad y dentro de él, además de los consabidos negocios de marcas caras, también posee una entrada/salida de la estación del subte (metro), lo cual lo hace de fácil acceso.

Apenas se ingresa al hall central, un número indeterminado de personas –empleados del hotel- se acercan tratando de ayudar al recién llegado. Es imposible decirles que no. En el front desk, te dan la llave, los tickets de desayuno y de ahí al cuarto 1707, en el piso séptimo. La habitación era enorme, además, con un plasma de gran tamaño, Internet, vista a una montaña cercana y mucho espacio.

Igualmente no es demasiado lujoso a pesar de contar con sauna y piscina en las instalaciones. Después de varios días de ver y andar, me inclinaría por la idea que los japoneses no son muy fanáticos del lujo y la ostentación. Funcionalidad, eficiencia y tecnología pero sin la ostentación que hacen gala los europeos. Otro ejemplo, los trenes de alta velocidad. El Nosomi y el Hakari más rápidos y precisos que la mayoría de los europeos, no poseen comodidades más allá de las mínimas.

Kyoto, además, es una ciudad segura y muy bien conectada. Los taxis son un caso aparte. Señoriales, con el volante del lado contrario al nuestro, como en los autos ingleses. No son caros. El chofer esta vestido como un piloto de avión, en ocasiones, lleva puestos guantes blancos. Guantes y barbijos, dos elementos bastantes comunes en la geografía humana de los japoneses.

Volviendo al Hotel. Lo que debo decir que me impactó del Okura fue su baño. Grande, con ducha y una bañera enorme. Grifo de gran chorro de agua caliente para baños de inmersión. Pero, sobre todo, el inodoro me resultó un objeto fetichesco. ¿Que puede tener un inodoro de extraordinario a esta altura de los acontecimientos? Es un inodoro inteligente. Mejor ver las fotos y evitar el chiste fácil.

Todo en uno (inodoro y bidet) y manejado por botones. Se regula la velocidad del chorro, la temperatura y el estilo (lluvia o chorro vertical). Además se regula la temperatura de… la tabla!. En otro modelo también se direcciona la orientación del chorro. En los trenes y estaciones, hay dos modelos de baño: El occidental y el japonés. Este ultimo sin inodoro y con un agujero similar al de los viejos baños de los colegios.

El desayuno es otra parte de la magia de los hoteles internacionales. La gula es un pecado capital pero en estos hoteles Alan Shore lograría nuestra absolución sugiriendo que la tentación actúa como un legítimo atenuante del pecado. Hay dos salones. El occidental o el estilo japonés. Mi curiosidad me llevó al japonés pero la experiencia me depositó día tras día, finalmente, en el lugar de lo ya conocido.

El desayuno podría definirse como excesivo. Omeletes, salchichas, sopas, vegetales desconocidos, arroz, pescado frito, ensaladas, croquetas. ¿Y el desayuno occidental? Bueno, también había café con leche, tés, y facturas varias. Menos más que llevé el aziatop. Todo con vista a las montañas. Cada vez que me levantaba a buscar algo del largo mostrador lleno de empleados, cada uno de ellos hacía una reverencia, sonríendo y lanzando el arigatoo gozaimasu.

La parte final del viaje es el opuesto. En Tokio me hospedo en la Weekly Mansion Akasaka, en el barrio de Akasaka. Un gran edificio que contiene minúsculos departamentos con apenas lo básico (TV para ver el mundial, Internet, kichinet etc). Con dificultad puede entrar una persona. La vista a los edificios de Tokio durante la noche es lo mejor que tiene. El baño es del tamaño de un armario y tiene un sistema que nunca vi antes: la ducha esta unida a la canilla (grifo) de la pileta. O sea que para ducharse o lavarse las manos hay que mover una perilla que habilita una u otra.

No tiene servicio de cuarto ni desayuno. Las sabanas y toallas tenes que pedirlas en el mostrador y cambiarlas por vos mismo. No tiene personal que muestre su amabilidad, es más, a las 12 de la noche ya no queda nadie y se entra al lugar con una clave individual que activa el portero eléctrico. No se si fue una buena elección. Al menos fue la más barata que encontré en medio de una ciudad cara. Lo bueno, dura poco.
(Escrito en el tren de Kyoto a Odawara, 14/06/2010 y Tokio, 15/06/2010).

lunes, 14 de junio de 2010

Crónicas desde Japón (II). El arribo

Japón está lejos. Es una obviedad decirlo, aun en este blog. Sin embargo esa lejanía se hace real cuando el viaje se va volviendo interminable. Para embarcar hubo que estar en Ezeiza un poco más de 2 horas antes del despegue. Luego, 14 horas de vuelo hasta Sydney. Ahí, 4 horas de espera para el transbordo y –finalmente- 10 horas (!!!) más hasta Tokio. 30 horas en total. En mi caso, se le suman un par más ya que, desde el Aeropuerto de Narita, fui directo a la ciudad de Kyoto.

Algunas cosas para destacar. Pasar por encima del Polo sur. El hielo se observa perfectamente desde el avión, como si la altura de vuelo fuese menor en esa parte del trayecto. Otra cosa destacable es que, en la misma clase turista, cada asiento tiene una pantalla donde puede ver películas, conciertos, una biblioteca de CD´s, noticieros, documentales y juegos (tetris, solitario, ajedrez etc.). En las treinta horas vi tres películas, un concierto de Mark Knopler y uno de Lady Gaga.

La llegada al aeropuerto de Tokio (Narita) es la entrada un mundo diferente y que -además- con treinta horas de avión encima, hace más complejo el proceso de adaptación. Cargando mi valija y el portatraje, con los músculos aun medio entumecidos del largo viaje, el panorama es fuerte: Mucha gente, centenares de escolares sentados en el piso, profesores con megáfonos, letras japonesas por todos lados, muchas luces y carteles publicitarios… o no, quien puede saberlo. Un sistema de audio con voces femeninas me recuerdan levemente al mundo de Blade Runner.

Quizás la experiencia más novedosa de aquellos primeros momentos haya sido la de convertirse en parte de una minoría racial claramente diferenciada del resto. Aun viviendo en Salamanca o Ámsterdam, incluso viajando por Moscu o Sicilia, siempre tuve una ventaja: si no hablaba, -no sólo parecía más inteligente- además pasaba como un habitante del lugar. En Japón no. La diferencia esta expuesta a simple vista. Y eso es una sensación difícil de explicar.

La sensación de extrañamiento, sin embargo, no dura demasiado. De a poco el espacio comienza a volverse un poco más familiar. Japón es un país amigable. La gente es de una cortesía y respeto que resulta difícil de comprender. La reverencia es casi una forma obligada de relacionamiento. Incluso, el periodista que conduce el noticiero por TV, al comienzo de su intervención y luego, antes de la pausa, inclina notoriamente la cabeza.

El inspector del tren apenas entra al vagón hace una reverencia, lo mismo la chica que vende los sándwiches, aunque este pasando por el vagón sin su carrito. Ante cada compra, consulta, al ceder el paso o bajar del ascensor, los japoneses saludan atentamente, con una sonrisa y una leve inclinación de la cabeza.

A diferencia de Moscú -donde la señalética es exasperadamente limitada, muy pocos hablan inglés y encima el alfabeto cirílico reina en calles, estaciones de subte y comercios, en Japón todo es al revés. Anuncios, carteles, mapas, avisos, todo está traducido al inglés. Además, abundan las oficinas de informaciones, todo se encuentra debidamente señalado, en su lugar y horario. Si bien tampoco abundan los bilingües – de hecho muy poca gente parece hablarlo o comprenderlo- intentan ayudarte de cualquier modo y –finalmente- mediante señas, sonidos gestos, logras entenderte. Para perderse hay que estar muy desorientado.

Llegando a la estación de Kyoto, me informan que estoy lejos del hotel, pero que en el subte llego en 20 minutos. Y así es, a pesar de los miles de carteles, avisos, comercios y personas que pululan por el subte, todo comienza a volverse extrañamente friendly. En la calle veo una especie de “homenajes" a íconos del cómic japonés de mi niñez. Entre ellos a Astroboy y otro a Kimba, el león blanco.

Entre tantas cosas nuevas, comienza a aparecer la sensación que en definitiva, nada es distinto a lo conocido. Debajo de la superficialidad alfabética y los ojos rasgados, la vida occidental –como en Europa o Argentina- se mantiene intacta. Subte, hoteles, dólares, marcas internacionales, coca cola, Mc Donalds, Starbucks, mundial de futbol etc. Todo lo conocido está también ahí y se comienza a naturalizar lo que -apenas unos minutos antes- parecía excepcional.

De todos modos, es sólo un espejismo. Una suerte de estrategia inconciente para sentirse seguro en un lugar extraño. Con el correr de las horas aparece claramente que las cosas no son iguales. Japón le ha dado a la globalización de la estética, los valores y la producción occidental, su propia marca. Parecido, pero diferente.
(Escrito en el tren de Hiroshima a Kyoto 13/06/2010)

domingo, 13 de junio de 2010

Crónicas desde Japón (I)

La invitación para un congreso me trajo por primera vez a Japón. Son tantas las cosas que pasan por los ojos, la cabeza y el estomago, que decidí ir escribiéndolas. Más que para ofrecerlas a los lectores del blog, para no olvidármelas yo. También para hacer economía de recursos y contar de una sola vez, las cosas que voy viviendo, evitando escribir múltiples emails contando lo mismo.

Por cuestiones de la agenda del congreso, llegué a Japón sin pasar por Tokio. Eso, lo dejo reservado para los últimos días. Así que mis impresiones se irán construyendo a medida que vaya avanzando. No busco realizar reflexiones sistemáticas, profundas y sostenidas en estudios antropológicos actuales. El objetivo de los próximos post será –solamente- poner en palabras las sensaciones e intuiciones que voy desarrollando. Arigatoo gozaimasu.
(Escrito en Kyoto, 12/06/2010)

Crónicas del Bicentenario (II). Yo quiero a mi bandera (planchadita, planchadita, planchadita)

Los festejos del Bicentenario -en su superficialidad- fueron una muestra más que representativa de la grieta inmensa que separa el lugar donde estamos (y a donde vamos) y aquel donde creemos que estamos (y donde nos gusta pensar que estamos yendo). Se personifica así el viejo chiste que cuentan los españoles: el mejor negocio es comprar un argentino por lo que vale y venderlo por lo que cree que vale.

El insoportable patrioterismo que nos invade – la palabra patria (acentuando la primera silaba) reiterada una y otra vez- me recuerda las jornadas malvineras de principios de los ochenta.

El Bicentenario es una época propicia –como la navidad- para las típicas notas color de los diarios del domingo: ¿Cómo somos los argentinos? ¿Qué pensamos de la vida, de la democracia y del cangrejo pardo de la llanura? Y obviamente, las respuestas de siempre: “somos solidarios, apasionados, familieros y desordenados”. Después las consabidas criticas a los políticos y el cierre infaltable: “los argentinos debemos querernos más y creer en nosotros mismos, juntos podemos”.

Lo que hacemos es mostrar en todo lo alto aquel país que supimos tener y festejarlo. Eso no esta mal, claro. Pero algo anda mal cuando queremos hacer de cuenta que todo sigue como entonces, que aun tenemos ese país que añoramos (e idealizamos, porqué no) y que, además, no tenemos nada que ver con su destrucción.

En esa operación, el populismo es diestro. Y es que no festejamos un logro común, por ejemplo, el éxito de algún acuerdo cívico colectivo, como hacen los españoles con su transición, los franceses con la revolución o los norteamericanos con su independencia. Nosotros, de la mano del populismo festejamos la maravillosa existencia de una esencia: la argentinidad. Y como toda esencialidad, indiscutible y blindada. En nuestro caso ligada directamente a la tierra. Preexistente, incluso, al mismo país y por ello superior a las leyes.

Esta idea, machacada en nuestra psiquis desde el momento en que entramos al Jardín de Infantes, va germinando hasta convertirnos en energúmenos nacionalistas. Como las células dormidas de los radicales islámicos, nuestro nacionalismo residente en memoria está siempre dispuesto a activarse, pronto a agitar la banderita en cuanto la ocasión lo amerite. Patriotas siempre listos! Malvinas, mundiales, papeleras, terruños helados en la cordillera, los argentinos somos derechos y humanos.

¿Pero como revertirlo? En la misma solución está el problema. Sin duda la educación pública, tan útil para construir una nación -allí donde no la había en el siglo XIX y comienzos del XX- cumplió largamente el cometido y parece que ya va siendo hora de cambiar. Sin embargo, quienes deberían plantearlo son la principal corporación conservadora de nuestra sociedad bicentenaria. Los maestros y sus sindicatos, convertidos en el tapón para cualquier posibilidad de repensar nuestro pasado, en función de los desafíos muy distintos que hoy vive el país.

Y en esta situación se encuentran apañados por los pensadores progres del área (Filmus, su máximo ícono) que enuncian la realización un cambio total, allí donde nada está cambiando. Aun más, allí donde todo está empeorando y donde, más allá de las banderitas agitadas el 25-M, el viejo país festejado muere día a día.